viernes, 3 de septiembre de 2010

Paternidad



Hace dos semanas que soy padre. Ergo, si no soy la persona más feliz del mundo, por lo menos choca en el palo. Lo curioso es que ante uno de los eventos más hermosos y trascendentales de mi vida, me he quedado sin palabras. O quizás más que ello, lo que sucede es que no encuentro la palabra exacta que pueda transmitir lo exultante e indescriptible del sentimiento que vivo.

Eso sí, la experiencia me permite reafirmar y descubrir una serie de situaciones. Primero, mi fe en Dios más fortalecida que nunca por tantas bendiciones y por la impresionante experiencia de la concepción, el embarazo y el parto natural. Dios Padre Creador. Luego mi admiración a la mujer, en especial a mi esposa ciertamente, aumentada de forma exponencial. La bendición de ser madre tiene su prueba de fuego con un inicio en donde la mujer saca fuerzas y aguanta con valor, con pundonor y sobre todo con mucho amor. Dios bendiga a la mujer. De hecho mujer también fue la doctora que atendió el parto, una estrella, una fuoriclasse . Y por otro lado, comienza el inevitable camino de descubrir y valorar en un modo distinto, más íntimo, menos superficial, más profundo, a mis padres. Apenas en quince días uno empieza a ver, sentir, escuchar, palpar de una forma nueva, con un inevitable tufillo paternal. Y ahora es que recién se empieza a desandar el camino.

Y en medio de tantas sensaciones, sentimientos y pensamientos, esta mi hijo. Una creación y una bendición de Dios, tan vulnerable como hermoso, tan frágil como despierto, único hasta lo inigualable. Benditas sean los trasnoches a punta de cambios de pañales y acompañar a mi esposa mientras lo alimenta. Que duren para siempre aquellos momentos donde esa cabecita de pelitos lacios y oscuros, decide descansar confiada en mi hombro.

Quien sabe, quizás las horas muertas en las que quedo absorto simplemente mirándolo dormir puedan ser mejor testimonio que diez mil palabras, de todo lo que él significa para mí.

Te amo hijo mío, bendición de Dios.

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