miércoles, 15 de julio de 2009

Tarata

Estaba contento. Había conocido a esta muchacha en uno de aquellos célebres almuerzos de la Chacra, y me pareció recontra atractiva. Por lo carilinda, el contraste de sus ojos con su cabello colorado, por su look dark y sobre todo porque gustaba mucho de la música de The Cure. ¡Era la chica ideal! Lamentablemente sólo estaba de visita en el país y se iba en par de semanas. Como quiera en un inusual rapto de atrevimiento la invité para ir a Nirvana antes que se vaya y así poder compartir un momento disfrutando de la música que nos gustaba y del ambiente tan particular de aquella discoteca ubicada en Miraflores. Era claro que el asunto no tenía futuro alguno –por la distancia por sólo poner una razón-, pero el compartir nuevamente con aquella muchacha definitivamente valía la pena. Ella aceptó, así que quedamos en ir el 20 de Julio.

Aquella noche del 16 de julio de 1992 estudiaba con El Gordo para finales de ciclo en la universidad. Estábamos en mi casa con mi hermana menor y mi madre. Mi otra hermana estaba fuera, no recuerdo donde. En determinado momento se fue la luz, lo que no era raro por aquellas épocas en los que las torres de energía eléctrica eran los blancos favoritos de los terroristas (en aquel año fue que salió aquella canción de Los Nosequien y Los Nosecuantos llamada precisamente “Las Torres”). Bueno fuera que hubieran seguido teniendo las torres como blanco preferido, pero hacía tiempo que en las provincias también victimaban a gente inocente, y para los limeños, el remezón se fue intensificando de a poco, con el atentado al local del Canal 2 en junio del 92 como la muestra más palpable que el terrorismo seguía indetenible en su avance y en su locura asesina.

Como a las nueve y pico de la noche entonces sucedió. El bombazo al Canal 2 lo habíamos sentido fortísimo a pesar de estar lejos de esa zona, pero la de esa noche fue la explosión más fuerte que sentimos. Fue como si el ‘bombazo’ hubiera sido a la vuelta de mi casa. Ensordecedor, estremecedor, aterrador. Recuerdo el terror en los ojos de los presentes en casa, deduzco que ellos reflejaban el terror de los míos. Aún ahora casi veinte años después, me estremezco al recordarlo y escribirlo. Sin televisión y a la luz de las velas buscamos el ‘radito’ a pilas que en esos años se había convertido en compañero inseparable. Tres cosas tenían que haber siempre disponibles en la casa: baldes de agua, velas (y fósforos) y el ‘radito’, con el que se cumplía aquella canción que decía que “la radio está más cerca de la gente”. Cómo no podía ser de otra manera pusimos RPP, Radio Programas del Perú, que ya con Miguel Aguirre en el estudio y con sus reporteros en la calle con Jesús Miguel Calderón a la cabeza, trataban de transmitir serenidad a la población en tanto se ubicaba donde había sido el atentado.

Mi madre andaba desesperada en su preocupación por mi hermana, la que estaba fuera de casa. Afuera se podía escuchar algún vecino murmurando haciendo un réquiem por su ventana rota. Las noticias fueron llegando y así supimos –vía RPP- que el atentado había sido en Miraflores, a cinco minutos de casa, en la Calle Tarata, apenas a metros de la Avenida Larco a la que Frágil le dedica aquel clásico “Viernes Sangriento”. Nos quedamos mudos. Miraflores a esa hora de la noche tiene una gran afluencia de gente al ser un distrito muy comercial, pero adicionalmente, la pequeña Calle Tarata tenía edificios residenciales. Escarapelaba el cuerpo pensar cuantos muertos podían haber tras el atentado.

Mi hermana llegó al rato y mi madre no sabía si recriminarle su ausencia o darle gracias a Dios de verla llegar sana y salva. La pobre venía muy asustada. El bus en el que venía a casa pasó por la zona del desastre unos cuantos minutos después y a la distancia pudo apreciar que el panorama era desolador. La luz llegó y la televisión comenzó a mostrar las imágenes del horror. Donde minutos antes había edificios y departamentos, ahora sólo quedaban inmensos agujeros que parecían gritar desgarrados su dolor. En medio de los escombros, gente mal herida llamando a sus seres queridos desaparecidos sin poder encontrarlos. El humo que se desprendía del fuego de los incendios se mezclaba con el olor a muerte en el ambiente. En casa uno pasaba del terror a la indignación, a rumiar con dientes apretados y ojos enrojecidos la bronca que daba esa situación de nunca acabar y sentir que aquella violencia que los limeños vimos –quizás con culpable indiferencia- a la distancia durante muchos años, ahora estaba ahí, más que tocando la puerta, ya ingresando en el hogar de uno.

Después llegaron los números: 25 muertos (entre ellos dos estudiantes de la universidad, una de ellas de la Facultad de Derecho; a la entrada de la facultad aún hoy debe haber un árbol que en ese momento fue una pequeña ramita sembrada en recuerdo de ella), más de 200 heridos, incontables daños materiales, todo ello cortesía de dos coches bomba que en total contenían casi una tonelada de dinamita y anfo. El miedo, el dolor, el luto, la paranoia, el terror, eso era, y es imposible de medir, cuantificar, o agregar a las estadísticas como un componente más de las mismas.

Curiosamente Tarata fue el acercamiento más dramático del terror a los limeños, pero al mismo tiempo fue, sin querer queriendo, el principio del fin para sus desalmados autores. Aquella fatídica noche ni el más optimista hubiera podido asumir que menos de dos meses después su líder iba a caer apresado, por obra y gracias de quien quiera que haya sido finalmente el responsable de esa captura. Hoy 17 años después el recuerdo acudió a la mente con mucha fuerza y quise calmar los sentimientos que saltaron al recordar, escribiendo un poco, esperando que aquellas víctimas hoy puedan estar descansando en paz. En realidad, que todas las víctimas inocentes de la violencia, sea de donde provenga la misma, puedan descansar en paz. Como en paz reposa la Calle Tarata hoy, convertida en un apacible Boulevard, por el que pasa muchísima gente que ya ni se acuerda lo que pasó allí o que ni siquiera había nacido en aquel momento, y se entera del asunto cuando ve el pequeño monumento que recuerda a los ausentes.

Obviamente tres días después, el 20 de julio, lo pasé junto a mi madre y mis hermanas en casa, siguiendo las noticias que tenían como tema excluyente las secuelas del atentado. El Nirvana estaba cerrado y esa explosión se llevó hasta el recuerdo del nombre de aquella muchacha a la cual nunca más volví a ver.

1 comentario:

Sol dijo...

Tarata nos estremeció a todos los limeños, nos golpeó fuertemente la seguridad falsa que sentíamos, por vivir en la capital. Recuerdo yo también esa noche, y la mañana siguiente, que pasé por ahí en una combi, camino al colegio. Ojalá que ni Lima ni el resto del Perú tenga que pasar noches o mañanas así.

Qué gusto verte por aquí otra vez, Pedro. Eres como la ola, vas y vienes.

Saludos.