jueves, 22 de agosto de 2013

Nino



No me gustan los perros. Bah, me resultan simpáticos por lo nobles que pueden resultar, pero sólo por un rato, de lejos y con devolución. De niño tuve uno llamado Cabeto (como un caballo de la época del inmortal Santorín), un pastor alemán muy bonito y juguetón, con el que todo iba bien hasta que un día me mordió sin querer queriendo; tras pasar su semana post mordida en la perrera, regresó diferente, como impactado por su experiencia “tras las rejas” y no paró hasta romper un vidrio que cortó el tobillo a mi hermana y sacar de esa forma todos los boletos para ser entregado a otras manos. Aún recuerdo con claridad meridiana aquella tarde final, cuando mi papá llegó a casa y Cabeto se fue haciendo un ovillo en un rincón del patio, como si el instinto le permitiera saber que había hecho algo malo y que tendría consecuencias. Esa fue la última vez que lo vi. Admito no recordar haberlo extrañado mucho, ni haber pedido otro perro. Para mordidas estaba buena con una.

Pasaron muchos años antes que le regalaran una perrita a mi hermana. La Chola era una chusquita de ojos tristes y dientes chuecos. Cómo quien no quiere la cosa vivió más de diez años y fue parte del hogar y acompaño a mi madre en la década de los 90. Murió de vieja sin hacer mucho ruido y la enterraron en el jardín de casa. Siempre he dicho que si fuera forzado a escoger un perro, sería uno bravo, de raza, de esos que ahuyentan curiosos, y la Chola era todo lo opuesto a ello. Igual uno se terminó acostumbrando a su presencia y cuando a inicios de este siglo me llamaron y me dijeron que había muerto, la noticia me entristeció. Cuando vuelvo a Lima siempre le echo una mirada cómplice al rincón donde está enterrada.

Al conocer a la mujer de mi vida, también conocí a Nino, el peludo Pomerania que allá por el 2005 trajo desde el norte mi entonces futura esposa, y que ya era el amo y señor de aquella casa donde mi hoy suegra y sus dos hijas, le prodigaban fervorosa atención y cariño, retribuidos ambos de forma recíproca por el cobrizo animal. Lo conocí aquella tarde de octubre en la que tuve mi primera conversación como algo más que amigos con mi esposa, una tarde soleada en el balcón de su casa con el Mar Caribe de fondo… y con Nino jugueteando incansablemente entre mis piernas y en mi regazo, mientras yo “aguantaba” todo eso teniendo en cuenta que estaba en épocas de causar buena impresión. A partir de ese momento Nino fue parte del paisaje habitual de mis días en cada visita a casa de mi suegra, y posteriormente en cada visita de mi suegra a nuestro hogar, una vez ya casados. Inclusive el buen Pomerania fue nuestro huésped constante cuando mi suegra debía viajar o cuando fuera necesario.

Recuerdo muchas cosas del buen Nino: el par de veces que tuve que llevarlo al veterinario, una de ellas por comerse un hueso –mientras yo me preguntaba cómo diantres podía ponerse mal un perro por comer un hueso-; la forma en que correteaba a las gallinas y guineas en Jarabacoa, hasta el día aquel que se perdió y cuando se le daba por desaparecido en combate a lo lejos se escucharon sus ladridos metido en medio del lodo junto a una de las gallinas; su fragilidad, enfermizo y temeroso, pero al mismo tiempo muy apto para ser adiestrado desde pequeño: en su casa “materna” tenía en claro que podía subirse donde quisiera, pero en casa del peruano aquel, respetaba muebles y camas de forma impecable.

También sonrío al recordar que siempre me miraba de lejos, como desconfiado, pero bastaba que estuviera en un día donde le hacía un par de gracias y el perrito capitulaba, moviendo la cola a más no poder; y claro, sonrío y mucho al mirar el pasado reciente y darme cuenta que ya no era yo el que le hacía “maldades” inofensivas, sino que mis hijos habían tomado la posta, en especial el mayor, que cada vez que llegaba a casa lo perseguía sin parar hasta tomarlo de la cola a los gritos de “Nino, Nino, Nino”. Si hasta mi hija menor ya empezaba a gatear detrás de él. Y el perro ahí, corriendo, pero volviendo y asomando la cabecita, como que sí, pero que no. Ladrando, pero jamás mordiendo; noble, muy noble.

Tras pasar el fin de semana largo junto a todos, descansando lejos de la ciudad, hoy Nino se fue para no volver. Curiosamente en otro día gris de este verano caribeño donde llueve un día y el otro también, en el que precisamente su adorada dueña cumple años. Mi falta de entusiasmo por los perros no me hace insensible a la afinidad que se genera entre las mascotas y quienes las tienen y las consecuentes alegrías y tristezas que surgen de esa relación. Por eso mismo, mal podría negar que al ver la foto que acompaña este post, no puedo evitar una mueca agridulce, entre la sonrisa que me sacan los recuerdos, y la tristeza que genera su partida.

Quien sabe si es por eso que no me gustan los perros. Que si mucho ruido, que si mucho pelo, que si mucho ensucian, que si mucho gastan… Si queriéndolos de lejos te duelen cuando se van, como sería si me llegan a gustar…

Gracias por los buenos ratos; aún este peruano poco dado a los perros te recordará… anda Nino, anda tranquilo a descansar.