No me
gustan los perros. Bah, me resultan simpáticos por lo nobles que pueden
resultar, pero sólo por un rato, de lejos y con devolución. De niño tuve uno
llamado Cabeto (como un caballo de la época del inmortal Santorín), un pastor
alemán muy bonito y juguetón, con el que todo iba bien hasta que un día me
mordió sin querer queriendo; tras pasar su semana post mordida en la perrera,
regresó diferente, como impactado por su experiencia “tras las rejas” y no paró
hasta romper un vidrio que cortó el tobillo a mi hermana y sacar de esa
forma todos los boletos para ser entregado a otras manos. Aún recuerdo con
claridad meridiana aquella tarde final, cuando mi papá llegó a casa y Cabeto se
fue haciendo un ovillo en un rincón del patio, como si el instinto le permitiera
saber que había hecho algo malo y que tendría consecuencias. Esa fue la última
vez que lo vi. Admito no recordar haberlo extrañado mucho, ni haber pedido otro
perro. Para mordidas estaba buena con una.
Pasaron
muchos años antes que le regalaran una perrita a mi hermana. La Chola era una chusquita
de ojos tristes y dientes chuecos. Cómo quien no quiere la cosa vivió más de
diez años y fue parte del hogar y acompaño a mi madre en la década de los 90.
Murió de vieja sin hacer mucho ruido y la enterraron en el jardín de casa.
Siempre he dicho que si fuera forzado a escoger un perro, sería uno bravo, de
raza, de esos que ahuyentan curiosos, y la Chola era todo lo opuesto a ello. Igual
uno se terminó acostumbrando a su presencia y cuando a inicios de este siglo me
llamaron y me dijeron que había muerto, la noticia me entristeció. Cuando
vuelvo a Lima siempre le echo una mirada cómplice al rincón donde está
enterrada.
Al conocer a
la mujer de mi vida, también conocí a Nino, el peludo Pomerania que allá por el
2005 trajo desde el norte mi entonces futura esposa, y que ya era el amo y
señor de aquella casa donde mi hoy suegra y sus dos hijas, le prodigaban
fervorosa atención y cariño, retribuidos ambos de forma recíproca por el
cobrizo animal. Lo conocí aquella tarde de octubre en la que tuve mi primera
conversación como algo más que amigos con mi esposa, una tarde soleada en el
balcón de su casa con el Mar Caribe de fondo… y con Nino jugueteando
incansablemente entre mis piernas y en mi regazo, mientras yo “aguantaba” todo
eso teniendo en cuenta que estaba en épocas de causar buena impresión. A partir
de ese momento Nino fue parte del paisaje habitual de mis días en cada visita a
casa de mi suegra, y posteriormente en cada visita de mi suegra a nuestro hogar,
una vez ya casados. Inclusive el buen Pomerania fue nuestro huésped constante
cuando mi suegra debía viajar o cuando fuera necesario.
Recuerdo
muchas cosas del buen Nino: el par de veces que tuve que llevarlo al
veterinario, una de ellas por comerse un hueso –mientras yo me preguntaba cómo diantres
podía ponerse mal un perro por comer un hueso-; la forma en que correteaba a
las gallinas y guineas en Jarabacoa, hasta el día aquel que se perdió y cuando
se le daba por desaparecido en combate a lo lejos se escucharon sus ladridos
metido en medio del lodo junto a una de las gallinas; su fragilidad, enfermizo
y temeroso, pero al mismo tiempo muy apto para ser adiestrado desde pequeño: en
su casa “materna” tenía en claro que podía subirse donde quisiera, pero en casa
del peruano aquel, respetaba muebles y camas de forma impecable.
También
sonrío al recordar que siempre me miraba de lejos, como desconfiado, pero
bastaba que estuviera en un día donde le hacía un par de gracias y el perrito
capitulaba, moviendo la cola a más no poder; y claro, sonrío y mucho al mirar
el pasado reciente y darme cuenta que ya no era yo el que le hacía
“maldades” inofensivas, sino que mis hijos habían tomado la posta, en especial
el mayor, que cada vez que llegaba a casa lo perseguía sin parar hasta tomarlo
de la cola a los gritos de “Nino, Nino, Nino”. Si hasta mi hija menor ya
empezaba a gatear detrás de él. Y el perro ahí, corriendo, pero volviendo y
asomando la cabecita, como que sí, pero que no. Ladrando, pero jamás mordiendo;
noble, muy noble.
Tras pasar
el fin de semana largo junto a todos, descansando lejos de la ciudad, hoy Nino
se fue para no volver. Curiosamente en otro día gris de este verano caribeño
donde llueve un día y el otro también, en el que precisamente su adorada dueña
cumple años. Mi falta de entusiasmo por los perros no me hace insensible a la
afinidad que se genera entre las mascotas y quienes las tienen y las
consecuentes alegrías y tristezas que surgen de esa relación. Por eso mismo,
mal podría negar que al ver la foto que acompaña este post, no puedo evitar una
mueca agridulce, entre la sonrisa que me sacan los recuerdos, y la tristeza que
genera su partida.
Quien sabe
si es por eso que no me gustan los perros. Que si mucho ruido, que si mucho
pelo, que si mucho ensucian, que si mucho gastan… Si queriéndolos de lejos te
duelen cuando se van, como sería si me llegan a gustar…
Gracias por
los buenos ratos; aún este peruano poco dado a los perros te recordará… anda
Nino, anda tranquilo a descansar.