domingo, 5 de agosto de 2007

Mañana de ayer

Se levantó tarde aunque en realidad hace tiempo para ella daba lo mismo las seis que las diez, las ocho que el mediodía. Los días pasaban tan insoportablemente lentos que si por ella fuera, le encantaría despertar lo más tarde posible o sencillamente un buen día ya no hacerlo.

Pero allí estaba, despierta una vez más. Holgazaneó un rato entre las frazadas resistiendo pararse de la cama con los huesos congelados por el implacable invierno. Finalmente, se sentó en la cama y lentamente se puso las pantuflas y empezó a dar torpes pasos para desandar el día. Incómoda con el frío, evadió la ducha y se conformó con una rápida lavada de aquellas para salir del paso. Se volvió a poner aquella falda negra que venía usando durante la semana y de inmediato se puso la blusa, la chompa, la casaca y unos guantes también negros, para variar. Con desgano puso algo de agua en la tetera y una vez hervida se preparó una manzanilla que hizo las veces de frugal desayuno. Caminó entre el desorden que empezaba a hacerse común en la casa y se sentó en uno de los pocos sillones que no estaban ocupados, después de limpiar la fina capa de polvo que lo cubría.

Miró a su alrededor. Silencio y soledad. Aunque afuera uno de los vecinos tenía a todo vapor los parlantes de su radio, ella ni lo sentía. Y en realidad, la soledad era paradójica, porque mientras más sola se sentía, más acompañada estaba de sus rencores, sus odios y resentimientos. Acompañada también de ese maldito orgullo que la cegaba hasta sumirla en una infelicidad perpetua. Ya no estaba su amado esposo, muerto demasiado temprano, y no dejaba de culparlo por no dejar de fumar, por creer que su existencia venía acompañada de inmortalidad, muerto por la necedad estúpida según ella de no dejar de hacerlo ni cuando el cáncer se hizo irremediable. Para qué. Un puchito más un puchito menos, ya el daño estaba hecho. Tanto amor y tanta estupidez. Tanta falta que le hacía ahora, que tampoco estaban los hijos. Ni los dos varones, ni las dos pequeñas. Ninguno de los cuatro. Todos se habían ido. Matrimonios, viajes, simples partidas propias de un crecimiento inevitable, de un alejamiento previsible. Ninguno de ellos estaba. Y las visitas se hacían cada vez más espaciadas, cada vez menos sentidas, sumidas en un tufillo de compromiso que ni ella ni ellos podían soportar más. ¿Malagradecidos? ¿Incomprendidos? Ella los quería tanto y ellos parecían querer sacarla de su vida. Cría cuervos y te sacaran los ojos. Hijos. Quien los quiere, para que los tienes. Ni bien puedan te dejan y pasas a ser parte de un pasado que no les interesa devolver al presente ni perpetuar en el futuro. Demasiados fantasmas rondando en aquella casa gigantesca que se negaba rabiosamente a abandonar. Era su casa, alguna vez fue un hogar y jamás la sacarían de allí.

Se acercó al ventanal y detuvo su mirada en el jardín, o lo que alguna vez fue el jardín de la casa. Tierra, hojas secas, alguna basurilla de aquellas que el viento trae por aquí y que lleva por allá. Desolación. Ni siquiera estaba aquel hermoso pastor alemán que supo crecer con sus hijos, y que acompañó su soledad hasta hace un par de años, cuando se fue quedando dormidito en una esquina sin ganas de volver a vivir, mirando hacia ningún lugar hasta dejar de mirar. Ahora no habia ni hijos, ni perro, ni jardín. Sólo un cielo gris, tierra inerte y el reflejo en la ventana de un profundo dolor que sólo después de un rato comprendió que era el suyo. Era su cara y casi ni se reconocía. ¿Dónde quedó aquella muchacha que tantas fantasías y sueños de grandeza tuvo en esa infancia cada vez más lejana? ¿Dónde se fue la esposa que moría por su amor y cuyo hombre la mimaba y consentía hasta lo imposible? ¿Cuando dejó de ser la madre a la que acudían ante la primera necesidad aquellos cuatro niños, que cuando la veían y les resolvía todo, no podían irse sin decirle a mamita que la amaban? Su rostro era una sombra de lo que fue. La alegría parecía prohibida en sus facciones. Sólo había espacio para una amargura que ella sabía que no la dejaría hasta el final de sus días.

Un timbrazo violento la sacó de sus diarias cavilaciones. Aunque sabía que no debía hacerlo, le costaba no emocionarse con la cada vez más remota posibilidad de una visita amigable de alguien que pudiera ofrecerle un oasis en medio del desierto, un paréntesis en medio del insoportable discurso de desesperanza en el que se había convertido su vida. Caminó hacia la puerta, la abrió y no vio a nadie. Se dio cuenta entonces que debajo de su pie había un sobre. ¿Una carta con alguna noticia inesperada? ¿Otro recibo por pagar? ¿Quizás la promoción de alguna tienda con ofertas que nunca había solicitado? Sacó el pie, se agachó y recogió el sobre. El corazón le palpitó con nerviosismo cuando vió el nombre del remitente. Tanto tiempo había pasado desde la última vez que tuvo noticias de él. Estaba segura que no debía ser para nada bueno. Agitada llegó hasta una silla, se sentó y abrió el sobre. Para ella, la vida no volvería a ser igual.

2 comentarios:

Sol dijo...

Pedro, me quede atrapada en tu historia desde el comienzo. No solo la historia, sino la divina manera en que la has contado. Te felicito, te quedo estupenda.
La parte del pastor aleman hizo que se me arrugara un poquito el corazon.

Beso,

Anónimo dijo...

... Sin palabras.

Yolines.