La señora no soportaba más. Le habían robado casi todo su dinero y el poco que le quedaba lo iba a perder a punta de haberse metido de garante de una vecina que se largo un buen día sin decir hasta luego y sin pagarle obviamente. No era la pérdida de prácticamente todos sus ahorros lo que la tenía tan mal. Era la asfixiante sensación de sentirse responsable. El insoportable sentimiento de culpa. La recriminación permanente. Y claro, el tener que guardarse todo eso en su interior a riesgo de que le estalle y la destroce, por la vergüenza que le daba el que alguien más pudiera saber lo que le había pasado. Ya no soportaba los propios insultos que se dedicaba, hubiera sido imposible tener que aguantar a otros espetándole en la cara ridículos e insensibles 'te lo dije'.
Tomó nuevamente una pastilla de aquellas que alguna vez le recetaron para combatir la migraña. La pausada sensación de laxitud en que la misma la dejaba le otorgaba breves momentos de pseudo inconciencia en donde al menos no le daba tanta mente a su tragedia personal. Pero después, vuelta la conciencia, vuelta a la depresión. Cuando dejó el vaso de agua no pudo despegar la mente del frasco de pastillas. Ya no soportaba más. Y si una pastilla la alejaba de todo ese dolor, probablemente dos o tres o lo que restara del frasco podría alejar ese malestar, esa vergüenza, esa culpabilidad de un modo definitivo.
Con los ojos enrojecidos de tanto llorar y sin más lágrimas que derramar, tomó la jarrita de vidrio, vertió más agua en el vaso del cual acababa de beber y destapó el frasco de pastillas, encontrándose con más de una docena de estas en su mano derecha. Cuando se las estaba llevando a la boca sonó el teléfono celular y mirando sin querer ver, llegó a apreciar en la pantalla un número que le era conocido, quizás porque era de los pocos que solían reiterarse en aquella pantalla, quizás porque le acercaba lo más cercano que tenía, ahora tan lejano.
Del otro lado de la línea el muchacho entusiasmado por la posibilidad de visitar su añorado hogar haciendo un alto en medio de su exilio estudiantil por tierras europeas, oía timbrar una y otra vez el teléfono a la espera de escuchar la voz de su querida mamá.
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